viernes, 24 de febrero de 2012

El Jet Lag


Hay un fenómeno muy extraño que ocurre cuando uno viaja a través de diversas franjas horarias. Lo llaman jet lag cuando lo que en realidad quieren decir es “porculismo”. Yo llegué a Madrid de los Estados Unidos de América (porque aunque no haya dicho nada, he vuelto, pero he callado para darle un poco de suspense a vuestra existencia) y no sabía dónde estaba ni a cuántas andaba, luego me dijeron que andaba a dos, a dos patas, y todo empezó a ser un poco más sencillo.


Mi jet-lag llegó lejos, muy lejos, concretamente a España, conmigo, y cuando llegué a mi casa y me dispuse a vaciar la maleta y a colocar la ropa, en concreto mis calcetines, no conseguí recordar dónde tenía que guardarlos así que recurrí a una de las acciones más temerarias, imprudentes e insensatas a las que un ser humano corriente, de a pie, campechano como el rey de España (pero con menos dinero y con menos corrupción y “chanchullismo”) puede recurrir: cogí aire hasta que mi cara quedó rozando el color del vino tinto y grité desde lo más profundo de mi ser, desde algo así como los intestinos o el diafragma:

-¡Mamáááááááááááááááá! ¡Mis calcetines y el sitio en el que los guardaba han desaparecido!

Y me respondió con algo inesperado, impactante, algo que jamás me hubiese imaginado:

-¡A que voy yo y lo encuentro!

Y ni fue, ni lo encontró porque me lo dijo por teléfono y no estaba en casa. ¡Zás! María 1- Señora Madre 0

Visto que no iba a conseguir averiguar dónde guardar los malditos calcetines decidí comportarme como un ser humano estándar y dejar las maletas en el suelo de la habitación durante al menos una semana porque si, como ya dije, hacer las maletas es duro, deshacerlas se escapa de las posibilidades del hombre.


Pero el jet lag no ha sido lo peor de mi retorno, lo peor ha sido llegar al aeropuerto y ver que no me recibían como se merece cualquier Retorno de cualquier Jedi. Yo me esperaba a mi madre, a mi padre y, en todo caso, a mi hermano para darme la bienvenida y recibirme con los brazos abiertos, por temas prácticos más que nada porque con los brazos cerrados es muy difícil abrazar.

Pero llego y lo que en realidad me encontré fue a la Filarmónica de Viena en Madrid (toda una contradicción, lo sé) dándome en persona el concierto de Año Nuevo que esta vez no pude ver como devotamente hago cada año en la 2 de TVE, canal del que soy la más fiel, mejor y, ciertamente, única espectadora.

Además de la filarmónica había enanos con pancartas, globos de colores y cuando mi madre y yo nos vimos, corrimos a lo largo de la Terminal 4 de Barajas, forzando la cámara lenta pero avanzando incansables por el largo pasillo hasta que nos dimos cuenta de que estábamos corriendo hacia lados opuestos y que a quien abrazábamos era, en realidad, a un par de guardias civiles que, como nosotras, corrían a abrazarse y que cometieron nuestro mismo error. Menos mal que llevaban bigote y raspaban sino, podríamos habernos tirado así abrazaditos los cuatro, dos y dos, ellos cepillándonos el traje con el bigote, nosotras preguntándonos sobre la otra por qué razón de la existencia nos habíamos dejado crecer el bigote, así durante toda la mañana, provocando la catástrofe de perderme Amar en Tiempos Revueltos.

Para bien o para mal, para vuestro goce o vuestra desgracia, he vuelto a la madre patria y el Sótano de Eric Forman se ha venido conmigo. Welcome back, María (me lo digo a mi misma porque los enanos con pancartas no estuvieron especialmente expresivos, ellos también querían abrazar a un guardia civil)

sábado, 4 de febrero de 2012

El drama de hacer las maletas


Mi experiencia californiana está llegando a su fin y, como todos los fines, conlleva un drama consigo: el drama de hacer las maletas. Maldito momento, a las maletas las carga el demonio.

Y es que, cuando uno hace la maleta, lo primero y más importante es ser consciente del tiempo que va a hacer en tu lugar de destino. Vas al ordenador, miras la temperatura media de la zona, los máximos, los mínimos, la humedad relativa del ambiente, la hora de salida y puesta del sol, las rachas de viento, su velocidad y la dirección en la que sopla, te asomas a la ventana para calcular a ojillo cómo serán los -15 grados de tu destino si en la calle hay unos 10. Entonces es cuando vas al armario y con todos los datos meteorológicos que has asimilado y sintiéndote Antonio Brasero dando el tiempo en las noticias, con todos los vientos calculados, las temperaturas, las marejadillas, las marejadas y la madre que las parió a todas ellas, decides meter en la maleta el jersey de cuello alto, la bufanda, el abrigo, los guantes… y el bañador, las chanclas, la camiseta de tirantes y la crema solar, sólo “por si acaso”. Que tú te vas de viaje a la estepa rusa, pero las aletas de bucear las metes en la maleta “por si acaso”. Esto nos pasa porque somos indecisos por naturaleza, no hay más. No quiero ni imaginarme a Remedios Cervantes cada vez que hace una maleta.


El ser humano es así, no sabe hacer la maleta, no sabe, es una actividad para la que no hemos sido programados por mucho que nos duela. Porque el drama no acaba ahí: una vez que has metido todos los “por si acasos” en la maleta, intenta cerrarla, ánimo. Cerrar, no cierra, pero entonces la mente humana procesa y hace uno de los gestos más favorecedores e inteligentes que hemos desarrollado a lo largo de la existencia: te sientas encima de la maleta; y empiezas a hacer posturas que no tienen nada que envidiar al yoga para aplastar toda la parafernalia que llevas dentro y a la vez alcanzar la cremallera y cerrarla. Empiezas a rotar sobre tu propio eje, con el culo en la maleta y cuando la cremallera está al otro lado, bien cerradita, tú también estás de otro lado y has acabado barriga con barriga con tu maleta.


Otro asunto que me preocupa en cuanto al tema del equipaje es que cuanto más espacio tenemos, más difícil nos resulta meterlo todo. Porque en los años 70 se metía sin ningún tipo de problemas una familia de ocho miembros en un Seiscientos, con su equipaje, el perro, la jaula del canario, la cesta de picnic, el cardado de la hija y la neverita de playa. Y ala, a recorrer kilómetros.

Ahora, está de moda eso de comprarse un monovolumen con maletero amplio, un coche familiar que lo llaman. Pues intenta tú meter a una familia de 4 personas con su respectivo equipaje en un coche de 7 plazas. ¡No hay manera! Es un hecho científico, es imposible. Las dos semanas de antes del viaje tienes que pasártelas practicando con el Tetris en la Game Boy para poder desenvolverte medianamente bien y no hacer el ridículo más estrepitoso ante el maletero de tu coche.

Y luego cuando llegas al destino y vas a abrir el maletero te encuentras con que si lo abres, se cae todo, en plan avalancha. Lo cierto es que en mi familia eso no era un problema. Mi padre ideó una solución fácil, sencilla, para toda la familia, o mejor dicho para un miembro de la familia: YO. La frase era: “María, tú que abultas poco, métete ahí, debajo del maletero, y cuando yo abra, tú agarras las cosas para que no se caigan”. Con los dientes lo agarraba. ¡La de hamacas de playa, sombrillas y orinales de viaje que han estado a punto de acabar con mi vida!

Mi experiencia aquí finiquita, mañana retorno a la madre patria, dicen que me harán una película en España para mi llegada que se llamará “El retorno de la Jedi”. Yo les he dicho que el título les va a dar problemas, que por Estados Unidos ya se ha hecho algo así, pero ya se sabe como son en el Ministerio de Cultura, lo que se les mete entre ceja y ceja… Yo les dejo hacer, si luego va el FBI (del que ya os he hablado en entradas anteriores) a visitarles, no va a ser problema mío, yo cumplo la legalidad exceptuando la droga que voy a llevar a España camuflada dentro de estatuillas de óscar que llevo de souvenir para Melendi (la droga la sacaré antes de dárselo, no le tengo tanto aprecio)

Pero aunque esto acabe, el blog es 24 horas, así que aquí seguiré. El nombre seguirá siendo el mismo, la experiencia lo ha valido.