El otro día me armé de valor y,
sobre todo, de dinero y me encaminé a la estación de metro más cercana a
comprar el abono del mes de Mayo. Con decisión y sin que me temblase el pulso,
pero con los huevos de corbata, metí la tarjetita en la máquina del metro que
iba a sentenciarme a muerte. Cerré los ojos esperando eso que decía todo el
mundo de la puñalada que te daban al comprarlo, pero no noté nada. Así que,
abrí los ojos de nuevo. Lo único que recuerdo es ver el precio en la pantalla,
a partir de ahí no soy capaz de acordarme de más, sólo sé que comprendí todo de
repente y de sopetón.
Cuando recobré el sentido, ni
corta ni perezosa (bueno corta un poco, pero mi metro sesenta y cinco de altura
no me permite más) regresé a mi humilde morada con un kilo de caviar en las
manos y sin el abono, resulta que el caviar me salía más barato.
Pero bueno, más allá de los
precios, el transporte público es un lugar hermoso, muy hermoso, pero sobre
todo es humano, tanto que hasta se puede respirar en el ambiente (a veces
demasiado), y aún más si vas en metro.
No, en serio, es hermoso. ¿Quién
no se ha enamorado alguna vez en el transporte público? Los autobuses crean un
ambiente mágico que aumenta el sex-appeal de las personas, a ver si os creéis
que yo viajo en autobús por amor al arte. El caso es que yo, como mínimo, me
enamoro dos veces por semana mientras voy en autobús.
Pero, a pesar de que todo este
asunto esté cargado de belleza, resulta un tema escabroso y difícil el de
practicar el noble y honorable arte del flirteo dentro de un autobús porque, lo
primero que uno hace, es establecer contacto visual y, una vez que el susodicho
te ha mirado raro un par de veces y le has dejado suficientemente claro que
eres mentalmente inestable, entonces es cuando tú reflexionas y determinas que
lo que ocurre es que no se ha dado por aludido.
Y, entonces, haces algo que el
ser humano nunca, nunca jamás dejará de hacer ni comprenderá el impacto que
provoca: te enderezas bien en el asiento (por si resulta que es que no te ha
visto) y preparas y, por supuesto, llevas a acabo esa mirada seductora que todo
el mundo practica en el espejo del ascensor, incluido ese gesto tan raro que se
hace con la boca, que no sé en qué momento se nos puede pasar por la cabeza que
eso resulte sexi o medianamente atractivo, expresión tan incómoda (para ambas partes)
como ridícula. Lo que no sabemos es que ni es tan seductora ni el movimiento
del autobús contribuye a que lo sea, meneándote las facciones de forma tan gelatinosa.
Por si queda alguna duda, os la
ilustro con un ejemplo de esos que tanto me gustan; es tan sencillo como que tú
te ves como el De Niro más seductor mientras que el resto de humanos te ven
como un híbrido entre Woody Allen y Danny De Vito.
A mí el transporte público me gusta,
qué queréis que os diga, me gusta mucho, de verdad, sobre todo porque me ha
dado tema para largar durante un buen rato en este blog del demonio (Don’t panic!
Lo de demonio no es porque sea malo, es porque es mío y demonio es mi identidad
no tan oculta). Pero por encima de todos los transportes públicos del mundo, el que más
me gusta es el autobús: es subirme a él y ¡hay que ver! todo va sobre ruedas.
Tu no te subes a un autobús, tu te infiltras.
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